Un día te cambian las condiciones de un contrato laboral y automáticamente, como caído del cielo tienes otro pero a mil kilómetros de distancia de tu refugio habitual y con 20 años recién cumplidos. Lejos de la cueva que te ha visto morirte de la risa y llorar hasta que no te quedaban lágrimas, lejos de aquella columna donde apuntabas con carboncillo tu estatura cada mes y que ha quedado como reliquia en casa, lejos de casa de mamá.

Pero entonces piensas, ¿compensa salir de nuestra zona de confort en busca de un futuro? Para mí la respuesta era clara, NO.
No porque dejas una ciudad a la que adoras, dejas «preocupados» a los mayores de la familia y, en mi caso, perdí la oportunidad de seguir viendo crecer a los más peques de la casa. Pierdes amistades, aunque es cierto que no se pierde algo que nunca se ha tenido porque las que sí eran de verdad a día de hoy siguen estando… Cuánta razón tienen las madres en este tema que por más que nos advierten no vemos la realidad hasta que nos topamos con ella en las narices.
Estaba tan convencida que no me quería mover de mi Sevilla que discutí con mi madre los dos o tres días que me dieron de plazo para dar una respuesta, el tiempo no era algo que jugara a mi favor. Gritos, enfados y discusiones que se convertían en coger el coche pisando el acelerador y dejando que me llevara a dónde quisiera.
El último día y sin esperanza ya mi madre me dijo: «Al menos una vez en la vida tenemos que apostar todo al cero, es una ciudad grande donde vas a poder tener muchas posibilidades. Yo, con 22 años salí de mi país (Marruecos) huyendo dejando a los míos atrás en busca de una vida mejor sin saber el idioma y sin trabajo. Yo no tengo una herencia que dejarte cuando fallezca con la que puedas vivir 5 o 6 años mientras te asientas, tú has salido a mi con un par de cojones y tienes que ir a por todas».
Y así fue, a pesar de no estar convencida acepté el puesto de trabajo. Me fui con tal de no defraudarla y de que estuviera orgullosa de mí. Y aunque no tuve una buena experiencia tanto en el ámbito laboral como en el social en el piso que compartía me enseñaron que, tras las nubes el cielo es siempre azul. Me acabé quedando pues encontré a mi compañero de vida, un catalán tímido y sin salero pero que me hizo madurar y ver las cosas de otra manera. Dentro de lo malo, siempre hay algo bueno pero hay que ganárselo a pulso.
Fue entonces cuando me volví a hacer la misma pregunta, ¿compensa salir de nuestra zona de confort en busca de un futuro?
Mi respuesta cambió por completo y ahora me invadía el SÍ.
Compensa tanto si sale bien como si sale mal. Nos llevamos experiencia y amistades, rompemos la barrera del miedo, aprendemos de verdad lo que es llevar una casa adelante después de la lucha constante que han tenido nuestros padres con ese tema.
Nos damos cuenta que ya no estamos entre algodones o bajo la falda de mamá, que hay más mundo ahí fuera el cual tenemos que conquistar intentando crecer.
Y ahí es cuando damos el gran paso de la madurez.
Y ustedes, ¿qué pensáis?
¡Nos leemos luchadores!